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Reflexiones sobre los niños de la calle en Medellín

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Archivo DC

El aclamado director Víctor Gaviria nos comparte una dolorosa reflexión sobre los niños de la calle en Medellín.

A propósito del estreno en cines de Poner a actuar pájaros: 20 años después de La vendedora de rosas, y del clásico convertido de súper 16 a 2K, el aclamado director Víctor Gaviria nos comparte una dolorosa reflexión sobre los niños de la calle en Medellín.

Por Víctor Gaviria

Pocas imágenes pueden impresionar más la sensibilidad de un ciudadano que el gesto del niño que cruza el brazo sobre el pecho para llevarse a la boca un frasco con sacol. Esta impresión, me parece, proviene del hecho de que el gesto supone dos personas, cuando en realidad hay sólo una. La segunda persona está sin estar, se halla presente a través de su ausencia. Por medio de la botella, los niños simbolizan a la madre cariñosa que ya no está por ninguna parte. La madre que transforma por completo el ánimo y el sentido de la vida de un niño.

Como la realidad les ha negado la continuación de esta madre ferviente, ellos se desenvuelven en el tiempo hasta llegar a un momento en que aquel vínculo feliz existió. Hasta aquella época en que los niños vivían a los golpes de la sangre de su madre, fluido milagroso de vida que los alimentaba y los hacía valiosos por sí mismos.

El sacol es, creo, el puente de alivio a través del cual los niños de la calle buscan retornar a su infancia perdida. Pero no escamoteada por el tiempo, como la infancia de los adultos, quienes podemos darnos el lujo de perder la infancia al traspasar «la línea de sombra» de la adultez. Aquella infancia desaparecida de golpe, destruida, arrancada, raptada, robada… cuando todavía se es un niño, cuando todavía no se ha atravesado la luz de la inocencia que hace visible el mundo.

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Se trata de un vicio triste que busca restaurar la verdadera infancia de los niños sacoleros, cuando era infancia verdadera; es decir, cuando el niño gozaba todavía de la inocencia, el único regalo impostergable que la ciudad debe dar a los niños: vivir la ilusión del mundo por fuera de la sobrevivencia. Vivir el mundo mágico, lleno de engaños inocentes, y trazar el suave y graduado camino hacia los conocimientos de la muerte, la declinación y la separación…

La infancia de estos niños es el sacol. Ellos han visto su infancia interrumpida abruptamente, y la encuentran tristemente sustituida por el alivio de una borrachera y un viaje (del ánimo) que la aleja de la realidad, igual que si estuviera rodeada de colchones de aire que la tamizan como un sueño. No hay hambre, ni frío, ni soledad…

Los niños de la calle, especialmente las niñas, que pueden ser violadas, prostituidas y embarazadas con otro niño desamparado en segunda generación, recorren durante las horas del día etapas enteras de crecimiento que demoran años en otros niños que han vivido una infancia normal.

Víctor Gaviria

Víctor Gaviria

Los niños y adolescentes sacoleros «sueñan», alucinan y tienen visiones de imágenes pacientemente construidas: ven a su mamá, que está tan lejos, aparecer de pronto para regañarlos e indicarles un camino que ellos odian sin saber la razón… A veces sueñan con la Virgen María, aparición dulcísima, que está suspendida sobre la calle, y les murmura, sin traicionar los labios, palabras de cariño saturadas de dulzura increíble… Luego la Virgen se transforma en la mamita, la abuelita que le ordena dejar la botella de sacol y volver al internado de las monjas… O sueñan que son más altos que los edificios, o sueñan que se hacen tan pequeños que ya nadie los ve ni los persigue… O viendo rostros cambiantes en las nubes del cielo, o con amigos queridos que conversan con ellos durante horas, amables y agradables, riéndose de la gracia absurda de las palabras…

Con todo, también los sueños del sacol pueden ser negros y oscuros: enemigos, «culebras” y «traídos»; paredes cubiertas de sangre: las de los niños heridos en la ciudad durante el último fin de semana, por ejemplo. Sangre de niños que se anuncia, para evitarla.


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